Memorias de un despedido

Relato enviado por Jaime Fuentes


Desde que entré a trabajar en aquel hipermercado, siempre tuve la sensación de que sería un lugar de paso para mí, un cruce de caminos que me llevaría luego a otro sitio, aunque jamás hubiera imaginado el infierno en el que tiempo después me encontraría ni la forma tan lamentable de salir de allí. Pongamos que esa empresa se llama Rotonda y que yo me llamo Jaime.

Para empezar, alguien que se ha llevado toda la vida estudiando (licenciatura de Psicología incluida) nunca espera o desea que la hora de su jubilación llegue tras años cobrando cartones de leche y lechugas por una caja de lunes a sábado y algunos domingos y festivos, con todos los respetos para los profesionales que se dedican a ello, pero al fin y al cabo, no era un trabajo que guardara la más mínima relación con lo que yo había estudiado, y eso, después de muchos años de estudio, frustraba a cualquiera.

Un contrato de cajero de 20 horas semanales tenía el inconveniente de todo lo que suponía un sueldo escaso, aunque te permitía compaginar más fácilmente tu tiempo con otras actividades.

Aparte estaba en el Rotonda San Pedro, a menos de diez minutos en coche desde mi casa. Fueron varios meses trabajando como cajero, normalmente en jornadas de tres horas, con lo que apenas había ocasión para enterarse o ser consciente de lo que ocurría allí dentro. Poco después de acabar el contrato, me llamaron de nuevo para trabajar allí mismo, pero esta vez con otro cometido: estaría en el departamento de finanzas y seguros cubriendo una baja por enfermedad a 26 horas semanales. Me sorprendía que hubieran pensado en mí para ese puesto: no tenía ninguna experiencia ni relación con temas de seguros ni financiaciones. Aparte, era un trabajo (todo el que tiene que ver con agentes de seguros) que, a priori, hasta detestaba, seguramente porque tenía la imagen del vendedor enchaquetado que deambula por las casas llamando a los timbres a horas intempestivas intentando convencer a los vecinos de que su producto es el mejor y el más barato a la vez. Sin embargo, aquí se trataba de un departamento que se situaba en el mismo hipermercado, con lo que no habría que perseguir clientes, sino que se trataba de aprovechar la visita de estos en sus compras para atraerlos.

Desde el principio fui testigo de situaciones irregulares. Para empezar no me dieron ninguna formación específica. Siempre había creído que para saber lo que es un T.I.N., un T.A.E., una prima de seguro, el continente y contenido de una casa, un tomador, etc. hacía falta alguna preparación. Sin embargo, allí creyeron oportuno que yo aprendiese a base de preguntar a mis compañeras (que bastante paciencia tuvieron). Al fin y al cabo ¿para qué me iban a formar como agente de seguros y financiaciones si mi contrato seguiría siendo de cajero» Sí, han leído bien, el mío y el de todos los empleados a nivel nacional que se dedicaban (y dedican) a la venta de seguros y financiaciones en hipermercados Rotonda tienen contratos de cajeros (por el Convenio de Grandes Almacenes), pero hacen funciones de agentes de seguros y financiaciones (dejando de lado así el Convenio de Mediación en Seguros Privados y el Convenio de Establecimientos Financieros de Crédito, mucho más ventajosos y avanzados), así que imagínense el ahorro para la empresa y lo que esos cientos de trabajadores están dejando de ganar. Aparte, aunque estén contratados por Centros Comerciales Rotonda S.A., trabajan para otra empresa, Correduría de Seguros Rotonda S.A. Parece una cesión ilegal de trabajadores en toda regla, pero hasta ahora los intentos por tirar de la manta han sido silenciados y quienes tienen el trabajo de aplicar la justicia han mirado para otro lado.

En fin, así pasé varios meses entre financiaciones y seguros, a cargo de la coordinadora, Lola Ostos, que a su vez dependía del jefe regional, Gustavo Sanz, que controlaba todos los stands de finanzas y seguros de Andalucía Occidental. Lola era conocida por sus asombrosos resultados en ventas de seguros: podía llegar alguien preguntando por el precio de un jamón y salir con un seguro de vida bajo el brazo (no siempre siendo consciente de ello). Sus métodos posiblemente no eran muy correctos desde el punto de vista ético (¿de verdad les preocupa a las empresas los problemas morales para la consecución de objetivos»), pero sus resultados estaban a la vista: San Pedro era la tienda de Rotonda donde más seguros se hacían a nivel nacional y Lola tenía mucho que ver, aunque para ello sólo tuviera que preguntarle a un cliente «¿quiere que le mande a casa una información de un seguro dental?», a lo que solían contestarle afirmativamente la mayoría de las veces pensando el cliente con inocencia que sólo se trataba de una información, un folleto o algo así. Cuando el cliente se daba la vuelta, ella aprovechaba para capturar sus datos de la pantalla (para algo servía la tarjeta Rotonda) y, sin firma ni consentimiento, darle de alta la solicitud de seguro dental para que luego al cliente le cobrasen todos los meses casi diez euros. Por supuesto que luego venían los clientes, más o menos enfadados, anulando dichos seguros, pero el bolsillo de Lola ya estaba repleto para entonces. Una tarde llegué y ella me contó riendo que durante la mañana otra compañera y ella habían hecho una competición para ver quién hacía más seguros dentales con aquel método. Hicieron más de veinte en pocas horas y, por supuesto, Lola, fue la vencedora.

Precisamente fue Lola, que además pertenecía al comité de empresa de allí, la que un día me dijo que estaría bien que me afiliara a su sindicato, FÉTIDO (jamás había escuchado hablar de él), que todo el mundo lo estaba, así que me afilió sin ninguna reticencia por mi parte. Yo, por entonces, era un ignorante en materia de derechos laborales y de sindicatos, y me parecía que si todo el mundo estaba afiliado a FÉTIDO, sería bueno estarlo yo también. Al fin y al cabo, se supone que ahí estaban para defender mis derechos y que otros sindicatos «más famosos» para mí no tenían representación allí por motivos que desconocía.

Con Gustavo, el jefe regional, la relación en San Pedro conmigo fue muy correcta y cordial. Un tipo tan serio que parecía tener un dolor de muelas crónico, nunca se entrometía en asuntos internos de organización, ni en el funcionamiento diario del departamento (cambios de turnos entre compañeros de mutuo acuerdo, días libres, horarios, fechas de vacaciones, etc.), confiaba en todos nosotros y siempre estaba dispuesto a ayudar si alguien lo necesitaba. Ésta era su cara del Dr Jekyll, porque la de Mr Hyde estaba aguardando para aparecer meses más tarde en otro lugar, pero no adelantemos aún acontecimientos.

Pasó casi un año y finalizó mi contrato por la incorporación de la persona a la que yo sustituía. Entonces, poco antes de terminar, Gustavo tuvo una charla conmigo y me propuso trabajar en el stand de Finanzas y Seguros de Tres Cuñadas (cuyo coordinador, Álvaro Ríos, acababa de promocionar como jefe al Rotonda de Castaña) en las condiciones de indefinido y a 39 horas semanales. Me parecía estupendo: a mis 33 años sería el primer contrato indefinido de mi vida. Acepté las condiciones y Gustavo me avisó de la situación que iba a encontrar en Tres Cuñadas. Me aconsejó que no me dejara «pisar» por los compañeros que iba a encontrar allí, y me habló muy negativamente de todos ellos, empezando por Consuelo Ruiz, de quien me dijo que, como delegada sindical, estaba «casi siempre de horas sindicales» entre otras cosas, y también criticó a las otras dos compañeras, Consuelo Narváez y Raquel, diciendo al final que me iba a encontrar con «tres brujas». Luego me habló de mi futuro compañero, Fernando. De él me dijo que tuviera mucho cuidado, porque, aunque era un buen trabajador y vendedor, se trataba de «un enterado», y me pidió que no me dejara pisar ni por él ni por las otras «tres brujas». Me dejó claro entonces que tenía una actitud y una predisposición muy negativa hacia las personas que se quedaban en aquel stand tras la salida del anterior coordinador.

Un día antes de incorporarme a Tres Cuñadas, me llamó Gustavo para avisarme que, aparte de todo, había roto relaciones con el director del mismo centro, Juan Andrés Jilguero, así que me pedía que no me asustara si me encontraba un ambiente hostil. Recuerdo que hablé ese día con Lola y le dije «me siento como si me fuera a Bosnia». ¿Con qué ganas iba yo a un lugar donde estaría rodeado no sólo de tres brujas y un enterado, sino de toda una tienda en guerra contra el departamento a donde me disponía a trabajar?

Empecé mi etapa en Tres Cuñadas y no tardé mucho tiempo en darme cuenta que, lejos de la situación horrible y apocalíptica que me había dibujado Gustavo, mis nuevos compañeros eran gente encantadora, responsable y muy profesional. Colaboraron perfectamente para que yo me integrara, o casi podría decir que me sentía integrado desde el principio. Entonces empecé a descubrir que aquel stand había vivido un tiempo largo de conflictos internos que, con la salida de Álvaro, el anterior coordinador, y la incorporación pocos meses atrás de  Fernando y luego la mía, el ambiente mejoró enormemente hasta el polo opuesto y durante todo el tiempo formamos una piña los cinco compañeros que conformábamos aquel stand.

En seguida fui siendo consciente de que la actitud de Gustavo con aquel departamento era muy distinta a la que yo había conocido en San Pedro. Ahora en Tres Cuñadas, Gustavo tenía una actitud de pasotismo con nosotros, nos llamaba poco y raramente aparecía, demostrando poca preocupación hacia sus cinco empleados de Tres Cuñadas. Aparte no nombraba (ni parecía tener intención) un coordinador, con lo que la labor de éste la fuimos haciendo entre todos como buenamente podíamos a pesar de que no nos correspondía ni nos pagaran por ello.

Por otra parte fui descubriendo el secreto de todo lo que estaba ocurriendo: en Tres Cuñadas había un conflicto sindical del cual fui testigo muy directo viviéndolo al lado de mi compañera Consuelo Ruiz. Se acercaban las elecciones sindicales y ella intentaba formar una candidatura por CCOO después de una larga etapa en FÉTIDO, de donde se acababa de desvincular. A duras penas consiguió formar una lista que, a pesar de que no había sido aún presentada, raro era el día que Consuelo no recibía la llamada de alguna compañera llorando y pidiéndole que la eliminara de la lista. Al parecer, se filtró la lista (no se sabe cómo) y algunos jefes se dedicaron a llamar a empleados y amenazarlos si firmaban por CCOO. Una de ellas, que resistió las presiones, se encontraba de baja muy próxima al parto, y fue muy triste verla subir con aquella barriga porque la habían llamado pidiéndole que se presentara personalmente a ratificar su nombre en aquella lista ante la junta electoral, ya que dudaban de su firma en aquella candidatura, pero tuvo el valor de plantarse ante todos y decir que mantenía firme su nombre en aquella candidatura de CCOO. Pensaban que quizá así en el último momento se arrepintiese, pero no fue así. Por supuesto, en FÉTIDO no sufrieron esas presiones. Más bien al contrario, se dedicaron al juego sucio: por ejemplo, repartieron por toda la tienda a los trabajadores una copia de la ficha de afiliación de Consuelo a CCOO (alguien la había sustraído misteriosamente) cuando aún pertenecía a FÉTIDO, sin olvidar las mejoras laborales (renovaciones, mejores puestos, etc.) que la empresa descaradamente concedió a quienes firmaron por este último. Parecía que la empresa y FÉTIDO se habían conjurado para que CCOO no se presentara a las elecciones y para ello estaban dispuestos a pagar cualquier precio, aunque tuvieran que inflingir cualquier ley laboral o penal.

Descubrí entonces que el enemigo lo teníamos en casa. El jefe, Gustavo, en aquellos días preelectorales se dedicó a tener una charla con cada uno de nosotros y aprovechar para coaccionar si encontraba la ocasión. A Consuelo Narváez, que estaba dudando si firmar la candidatura de CCOO, le dijo «Tú no pensarás firmar, ¿no?». Ella respondió que si lo hacía era por amistad a Consuelo Ruiz, a lo que él prosiguió: «tened cuidado con lo que firmáis, porque Consuelo Ruiz es intocable, pero vosotros no sois imprescindibles».

Seguí muy de cerca aquel proceso electoral por mi cercanía a Consuelo Ruiz y demás gente de CCOO. Aparte me había afiliado recientemente a este sindicato (afortunadamente al darme de baja en San Pedro, mi afiliación por FÉTIDO había sido anulada): tenía la sensación de que  si algún día remoto ocurría algo, necesitaría que me defendieran de algún modo, y prefería el punto de vista democrático y del lado del trabajador que tenía CCOO en lugar del compadreo con la empresa y la guerra sucia de FÉTIDO. Aparte estaba mi solidaridad (como también hicieron afiliándose mis compañeros Consuelo Narváez, Raquel y Fernando) hacia Consuelo Ruiz.

A todo esto no era ajeno Lola, mi ya antigua compañera, que curiosamente me llamaba cada vez más a menudo. Solían ser llamadas entre compañeros que trataban la situación de cada uno en sus respectivos stands. Me sorprendió entonces (con el tiempo lo entendí) que Lola (por entonces miembro sindical por FÉTIDO en San Pedro), durante el período electoral, quería que le contara detalles del ambiente en el híper y de lo que sabía yo de CCOO. Por entonces la información que le daba sólo podía ser de las barbaridades que estaban cometiendo contra la gente de Comisiones. Ella me decía siempre que de esas historias no me creyera ni la mitad, a lo que yo le respondía que no se trataba de creer o no, sino que lo estaba viendo con mis propios ojos. Aparte me aconsejó y me insistió que a mí no se me ocurriera presentarme por CCOO ni «meterme en líos». Le contesté que ni era mi intención ni tampoco era posible (no cumplía los seis meses de antigüedad para ello), y, contando los atropellos de la empresa-FÉTIDO contra CCOO, se me escapó un dato que resultaría ser fundamental: le confesé que, indignado con FÉTIDO y su entorno, acababa de afiliarme a CCOO. Ella me contestó: «eso era mejor que no me lo hubieras dicho, pero de todas formas te diré una cosa, haces muy bien afiliándote a Comisiones, porque que quede entre tú y yo, pero FÉTIDO es una mierda».

Mientras, las elecciones se acercaban. Se respiraba la sensación de estar rodeados de espías por todas partes, pues cualquier movimiento de alguien de CCOO era sabido casi al instante por algún jefe o gente de FÉTIDO. No podíamos fiarnos ni de nuestra propia sombra. En el último minuto CCOO consiguió formar una lista con las personas mínimas para presentarse: todos aquellos que tuvieron la valentía de resistir a las presiones y amenazas recibidas. Y ocurrió lo que nadie esperaba: contra todo pronóstico, CCOO ganó las elecciones. Era curioso ver las caras de luto y funeral de aquellos jefes al saber el resultado.

Por otro lado, volviendo a la actividad en el departamento, el ambiente era muy agradable entre los compañeros a pesar de que Gustavo poco intervenía. Aparte, pasamos de ser un stand con pocas ventas en seguros a convertirnos mes a mes en el segundo de la región, y normalmente solíamos estar entre los diez primeros de toda España. Por entonces ya Consuelo Ruiz había solicitado a Gustavo el nombramiento de un coordinador, pero él jamás lo hizo ni dio explicaciones (era el único stand de la región sin coordinador).

Y de repente, el jefe, Gustavo, el antiguo Dr Jekyll en San Pedro, se quitó la careta, cambió de personalidad y pasó a ser Mr Hyde con Tres Cuñadas y también conmigo: me mandó un correo diciendo que yo había faltado dos días al trabajo y pidió una reunión con Consuelo Ruiz, Fernando y conmigo. Me quedé blanco cuando leí aquello. Todo debía tener alguna explicación porque era falsa esa acusación: jamás, ni un solo día en mi vida, había faltado al trabajo sin justificación. Luego, en aquella reunión, Gustavo empezó pidiéndome disculpas por su confusión al creer que yo había faltado al trabajo dos días y posteriormente nos echó en cara la organización que estábamos haciendo de los horarios mensuales, aunque por otra parte reconocía que la culpa era suya. Nosotros le contestamos que, ante la ausencia de una figura responsable de coordinador, los horarios los hacíamos como mejor creíamos que podían ser sin perjudicar ni al stand ni a nosotros mismos, y que por esta tarea que no nos correspondía, no recibíamos nada a cambio y, muy al contrario, se nos estaba recriminando. Además, Gustavo reconoció que le molestaba que nos lleváramos tan bien los cinco compañeros, y que prefería las situaciones más tensas del pasado (aludía a aquellos tiempos que yo no viví allí de Álvaro como coordinador en Tres Cuñadas). En aquella reunión se habló de diversos temas de organización del stand y surgió el compromiso en definitiva de que él iba a estar más con nosotros y a apoyarnos a partir de entonces.

En principio quedamos medianamente satisfechos, pero no fue así la realidad, ya que a los pocos días empezó una etapa muy distinta para Gustavo de inflexibilidad, de negación de peticiones, de autoritarismo, trato vejatorio y hasta de humillación y maltrato psicológico que todos, y yo particularmente, sufrimos. Así, mandó un correo diciendo que a partir de entonces los horarios los hacía él, que cualquier cambio de turno teníamos que consultárselo y, sólo si él lo veía justificado, lo concedería. Nos puso un horario inflexible y hasta ridículo, llegando a confeccionar él mismo los horarios anuales (algo insólito en un jefe regional), nos obligó a coger el almuerzo por las mañanas saliendo así más tarde (hasta entonces habíamos utilizado el mismo sistema que él estaba autorizando sin problemas en San Pedro: no coger almuerzo por las mañanas y salir así antes, teniendo en cuenta que los tres que estábamos a jornada completa vivíamos lejos de Tres Cuñadas). Por otro lado, le negó a Consuelo Ruiz la posibilidad de que se cambiase el turno conmigo (voluntariamente para los dos) para que pudiera asistir a los estudios oficiales que él mismo, en la reunión anterior, se había comprometido a facilitarle. Sin embargo, a la vez, paradójicamente, autorizó mi petición para que yo, durante cuatro sábados, me cambiara el turno con Fernando de mutuo acuerdo para mi ocio (un campeonato de ajedrez en el que yo participaba). Fue curioso que se tratara del mismo campeonato que, un año antes, estando yo en San Pedro, me autorizara a cambiar el turno con una compañera para que yo pudiera participar sin darle más explicaciones. Sin embargo, un año después, ya en Tres Cuñadas, para ese mismo torneo, me obligaba semana tras semana, tener que pedirle por escrito el cambio voluntario de turno con Fernando, a lo que él nunca contestaba y cuando se acercaba el sábado me hacía tener que llamarlo en el último momento, autorizándomelo siempre, aunque normalmente con reticencias del tipo: «¿pero le queda mucho a ese torneo para acabar?».

Consuelo Ruiz le reprochó a Gustavo su actitud, y éste en una ocasión le dijo: «a ti a lo mejor no podemos hacerte nada, pero a tus compañeros sí». No sospechaba yo entonces que aquel vaticinio acabaría cumpliéndose.

En una ocasión que fui testigo, Consuelo Narváez le pidió a Gustavo si podía reconsiderar la decisión de los horarios tan inflexibles, a lo que él respondió: «es que no sois de mis stands preferidos, así que eso es lo que hay».

En conversaciones con Fernando solía hablarle mal de mí y por extensión también de CCOO. En una ocasión le dijo a Fernando: «¿qué pasa con Jaime? ¿Qué es, el secretario de Comisiones?», y también se quejaba de que el stand de Finanzas y Seguros de Tres Cuñadas se había «convertido en la sede de Comisiones». Fue la primera vez en que empecé a sentir la discriminación en propia carne por el hecho de estar cerca de un sindicato democrático como CCOO, aunque nunca creí que eso pudiera ser motivo para lo que más tarde acabaría ocurriendo.

Otra vez le mandé un correo sobre un asunto interno que no entendía, y él se lo reenvió a una responsable superior añadiendo: «A ver qué le ocurre a este pesado». No sé si era él consciente de que yo leería aquello si al contestarme no había borrado el historial del mensaje.

Cuando se acercaba el verano nos negó todas las propuestas de vacaciones que le hicimos y en las que intentábamos configurar unas fechas acordes con nuestras necesidades y sin olvidar la cobertura del stand, a pesar de que pudiera haber períodos en que dos personas podían coincidir de vacaciones, cosa que sabíamos sí podía hacerse en demás stands de la región. Finalmente, a mí me avisó de que no se nos ocurriera llamar a otros stands para informarnos de cómo habían organizado las vacaciones, y, a mi pregunta de si esa era una medida general a partir de entonces o sólo nos afectaba a nosotros en Tres Cuñadas, fue cuando me respondió iracundo: «que sea la última vez que pones en duda mi palabra». Resolvió nuestras vacaciones poniendo él las fechas de forma que nunca hubiera dos personas de vacaciones (con lo que alguien tendría que disfrutarlas en períodos poco atractivos a priori), y no tuvimos más remedio que sortear entre nosotros las personas asignadas a cada período vacacional. Eso no ocurría en los demás departamentos de finanzas y seguros de su región. Nos sentíamos discriminados injustamente.

Por su parte, el ambiente entre los cinco compañeros era exquisito, aunque algunos teníamos que soportar presiones que parecían nunca acabar. La historia de mi compañero Fernando era peculiar. Tras estar varios años como jefe en varias tiendas a muchos kilómetros de distancia y en medio de una crisis personal, pidió volver atrás como empleado y estar cerca de su familia. Le hicieron el favor perdonándole más de un millón de las antiguas pesetas que debía devolver según su contrato si renunciaba a ser jefe y le buscaron un destino en Tres Cuñadas para una misión que no supe hasta más tarde y que luego revelaré. Pues bien, un día me contó Fernando que acababa de recibir una llamada de Ricardo Gañán, el jefe regional de Recursos Humanos, recordándole el favor que la empresa le hizo en su momento y le pidió que se desvinculara de CCOO y volviera a afiliarse a FÉTIDO. Así tendría que hacerlo, si es que quería tener una nómina al final de cada mes, y así lo hizo.

Paralelamente, Lola seguía de coordinadora en San Pedro aunque sus llamadas eran menos frecuentes. Mejor para mí, porque hacía poco había descubierto que se trataba de alguien con algún parentesco cercano a Judas: había llegado a mis oídos de muy buena fuente y mediante terceras personas que, desde hacía tiempo, lo que yo hablaba con ella por teléfono (incluyendo aquel período electoral en Tres Cuñadas), más tarde ella (sin importarle la discreción) lo contaba a otros, incluyendo al maligno Gustavo. Ahora podía comprenderlo todo mejor: como buena militante de FÉTIDO, también se había dedicado al juego sucio y a espiar todo lo posible, aunque para ello tuviera que perjudicar al compañero que en mí había tenido. Jamás le eché nada en cara (a pesar de que rabiaba por hacerlo) porque no quería poner por medio a terceras personas ante una persona tan falsa y que no merecía la pena

Llegado el verano, Gustavo dejó el puesto al encontrar otro empleo. Antes de irse se despidió de Consuelo Ruiz advirtiéndole que tuviera en cuenta que «no os he puteado ni la mitad de lo que me han pedido» y a Fernando le recriminó mi actitud fría al enterarme que él se marchaba y le llegó a decir: «dile a Jaime que me tiene hasta que estar agradecido porque lo quisieron despedir y tuve que intervenir para que no lo hicieran». Desconozco el motivo oculto y falso por el que alguna vez alguien puedo tener la idea de despedirme en algún momento, según aquel comentario de Gustavo. También le sugirió a Fernando que cuando él (Gustavo) terminara las vacaciones que le faltaban antes de irse, le llamara para explicarle por qué nunca había nombrado un coordinador en Tres Cuñadas. Por supuesto, Fernando no iba a complacer la voluntad de aquel tirano y nunca lo llamó.

Y así quedamos sin jefe regional durante un tiempo. Más tarde nombraron inesperadamente a Lola, ascendiéndola  desde coordinadora en San Pedro hasta este nuevo puesto, un puesto que ella ambicionó desde un principio aunque ella misma dudaba de sus posibilidades dada la falta de formación académica con la que contaba. El asombro era mayor si teníamos en cuenta que se trataba de un secreto a voces que Lola había sido recientemente investigada por supuestos y continuos fraudes en múltiples seguros efectuados por ella, lo cual explicaba sus vertiginosos números y comisiones embolsadas. Yo, que había trabajado junto a ella durante un año, era el último que me hubiera sorprendido por la referida investigación, de la que al final, con suerte para ella, salió airosa.

Una de sus primeras medidas fue nombrar un coordinador, algo a lo que Gustavo se había negado durante más de un año. En un principio dudó entre Fernando y yo, pero posteriormente, después de hablar con cada uno, se decidió por el extenso currículum anterior como jefe de Fernando, a quien le dijo que a partir del mes siguiente sería coordinador de finanzas y seguros de Tres Cuñadas.

Parecía que las aguas volvían a su cauce, que el buen ambiente entre empleados y jefes era posible, que todo era color de rosa, hasta que llegó aquel día, aquel fatídico día (martes y trece para más señas) en que mi vida cambió radicalmente. Esperaba los últimos minutos de mi jornada de turno de mañana antes que llegara Fernando para su turno de tarde e irme yo a almorzar a casa. Extrañamente, Antón Lama, el jefe de Recursos Humanos de allí, parecía un militar haciendo guardia a cinco metros delante mía hasta que llegó Fernando. Entonces Antón desapareció. En pocos minutos sonó el teléfono. Desde Caja Central me avisaban que tenía que subir al despacho de Antón. Fernando y yo nos quedamos mirándonos extrañados, ¿qué podía ser?

Subí aquellas escaleras ansioso y verdaderamente preocupado, pues todo el mundo sabía que cuando te pedían acudir al despacho de Recursos Humanos no solía ser para nada bueno, y menos en aquel centro. Encontré a Antón muy serio (más debí estarlo yo) y me invitó a sentarme. Me dijo que le había llegado una carta desde Madrid que tenía que leerme. En ella me comunicaba que, dada la «falta muy grave» que yo había cometido, quedaba en situación de suspensión de empleo (no de sueldo) hasta que se me comunicara la decisión definitiva que fuera a adoptar la empresa una vez aclarados los hechos, lo cual debía efectuarse tres días más tarde. Creo que me quedé pálido en aquel momento, no podía creerlo. Le pregunté qué «falta muy grave» había yo cometido. Me dijo que no lo sabía, que tan sólo le habían dicho que tenía que ver con unos seguros, y que ya el viernes se lo aclararía. Le consulté si podría ir acompañado de un delegado sindical, y me respondió que no sólo podía, sino que me lo aconsejaba. Me preguntó si estaba afiliado a algún sindicato y le contesté afirmativamente.

Cuando abrí la puerta del despacho para salir me topé de frente con Fernando. ¿Qué pasaba? ¿Por qué a él le habían llamado también y por separado? No me dio tiempo a decirle nada. Me dirigí al stand. Aún sonrío de mi inocencia al recordar aquellos momentos, cuando estaba en el stand quieto, sin saber aún qué hacer y llegó una coordinadora de caja para decirme que allí se quedaba ella. Le dije (sin saber para qué) que no se preocupara. Ella no sabía apenas de financiaciones y seguros, así que le sugerí que me quedaba yo un rato más hasta que llegara Fernando, pero no reaccioné hasta que me dijo «mira, Jaime, que me han dicho que te tienes que ir». Ahí ya lo entendí al instante, aunque quizás no del todo, pues entonces no se explica cómo le dije al despedirme «si tienes alguna duda con algo, llámame por teléfono». Y es que aún no había reaccionado: la empresa me estaba enseñando la puerta de salida y a mí lo único que me preocupaba era que el stand estuviera bien atendido.

Esperé a Fernando en la puerta y nada más verle la cara empecé a entender la gravedad de lo que estaba sucediendo, a él también le habían dado la misma carta: los dos estábamos suspendidos de empleo y no de sueldo hasta el próximo viernes, pero había una diferencia importante, y es que, mientras a mí me negaron toda la información, a él (como afiliado ya a FÉTIDO en ese momento) Antón le había explicado detalladamente de qué se le acusaba (a mí diez minutos antes me dijo que no sabía nada), y aparte nos encontramos a dos delegados de FÉTIDO que venían en busca de Fernando puesto que a este sindicato le habían comunicado ese mismo día por la mañana los hechos imputados a él.

Menos de una hora más tarde, nuestro sitio en el stand ya era ocupado por Gertrudis, de quien supimos que, venida desde Madrid, quince días antes había tenido una entrevista con nuestros superiores y hasta entonces había estado formándose en San Pedro, precisamente. Unos días más tarde sería nombrada coordinadora de finanzas y seguros de Tres Cuñadas, a pesar de que la empresa no había tomado aún una decisión sobre nosotros. Así de premeditado estaba todo diseñado.

Pasé aquella tarde en el aparcamiento padeciendo frío y miedo junto a Fernando. Ninguno nos atrevíamos a ir a nuestras casas ¿Cómo contárselo a nuestras familias? Esperé la llegada de Consuelo Ruiz, a quien primero avisé para que viniera a hablar con Antón y le dijera de qué se me acusaba. Con no pocas trabas por parte de este jefe, Consuelo lo consiguió: resulta que, según ellos, yo no había comprobado la condición de empleados (o familiares de empleados) a dos personas a las que supuestamente les había formalizado sendas solicitudes de seguros como empleados de Rotonda y para el que tenían un descuento especial. Mi primera reacción fue de incredulidad. Fue cuando la palabra despido empezó a flotar por primera vez en el ambiente y en mi cabeza.

Yo siempre había pensado que para despedir a un empleado al menos tenían que ocurrir dos cosas: que el empleado hiciera algo mal y, segundo, que la empresa se diera cuenta y lo demostrara. Sin embargo tenía ante mí algo inédito: para empezar, yo había hecho mi trabajo y no había hecho nada malo, y, segundo, que aunque lo hubiera hecho, nadie podía demostrar que estaba mal, por la sencilla razón de que en nuestro trabajo en Rotonda, a la hora de rellenar una solicitud de un seguro de un cliente, éste no debía aportar ni un DNI, ni una cuenta bancaria, ni un permiso de conducción (para un seguro de coches), ni un peritaje ni un recibo tributario con los metros de su vivienda (para un seguro de hogar), ni un certificado médico de las enfermedades que pudiera padecer (para un seguro de salud), ni así tampoco una nómina o una placa identificativa en caso de ser empleado de Rotonda o familiar de éste (¿cómo íbamos a pedirle a alguien que presentara un documento privado de otra persona»). Nunca había realizado yo un curso de formación en seguros (recuerden mi contrato de cajero), pero, según como me habían enseñado en todo aquel tiempo en Rotonda, debía fiarme de la palabra del cliente y aceptar como ciertos los datos que me aportasen. Así se hacía no solamente en Tres Cuñadas, también en San Pedro, en Castaña, y en toda Sevilla, y en Andalucía, y en España entera, y no digo en todas las tiendas que Rotonda tiene en el extranjero porque desconozco el dato. ¿Que no había yo pedido esa documentación a dos clientes?  Por supuesto, pero ni a ellos ni a nadie. Era absurdo. Si me despedían a mí por aquel motivo, también debían hacerlo con el resto de cientos de empleados de finanzas y seguros de Rotonda en toda España: no pedir esa documentación era la práctica habitual que nos habían enseñado. Puede resultar incoherente que no se pidiese dicha documentación, pero así era. Cuando estaba en San Pedro, me hice esa misma pregunta y Lola me contestó muy acertadamente que se hacía con la finalidad de no perder clientes: si a alguien se le empieza pidiendo documentación que no lleva consigo, se corre el riesgo de que esa persona diga que lo deje para otro día, y al final, en todo ese transcurso de tiempo, no vuelva porque haya encontrado otra oferta mejor. Así era (y es) el mundo de los seguros.

Además, nosotros no hacíamos pólizas, sino solicitudes de seguros, es decir, se suponía que el resultado de nuestro trabajo llegaba a la correduría de seguros, que debía comprobar la veracidad de los datos para formalizar la póliza o rechazar la solicitud de seguro. En caso de que fueran ciertos los datos, la compañía debía enviar una copia al cliente para que éste la firmase, y sólo así haría efecto la póliza y podría ser cobrada. ¿Y se nos hacía a nosotros responsables de la naturaleza de los datos que un cliente nos aportaba?

Para colmo, a medida que iba atando cabos, recordé que incluso esos seguros no llegaron siquiera a nuestra nómina. Un mes atrás surgió el mismo tema y Lola me contó que alguien de la compañía había hablado más de la cuenta y a partir de entonces se estaban planteando la obligatoriedad de mostrar la condición de empleado o familiar de éste por parte del cliente, pero que no me preocupara por aquellos seguros y siguiera haciendo mi trabajo. A cambio no cobraríamos la comisión resultante de aquellos seguros. No me parecía justo de todas formas aquella medida, pero tuve que callarme recordando aquel dicho de donde manda patrón, no manda marinero.
A Fernando le acusaban exactamente de lo mismo, aunque en su caso eran tres, y no dos, las solicitudes de seguros. Teníamos tres días para preparar con nuestros sindicatos las alegaciones, Fernando con FÉTIDO y yo con CCOO, aunque Fernando no confiaba en dicho sindicato por todos considerados como amarillo, y estaba dispuesto a que fuera Comisiones Obreras quien lo defendiera.

Nos encontrábamos al borde del despido y, aunque los motivos expuestos por la empresa eran tan surrealistas como falsos, sabíamos que el verdadero motivo de la situación era otro: el golpe definitivo a CCOO en aquel centro y especialmente a la persona de nuestra compañera y amiga Consuelo Ruiz. Para ella, ambos éramos su apoyo básico en aquel departamento y, como suele decirse, su ojito derecho. Por tanto, quitándonos a nosotros, estaban atacando donde más podía dolerle a Consuelo allí.

Pronto me encontré con el ingenio de Fernando. Él estaba dispuesto a que saliera a la luz todo lo que sabía y en pocos días consiguió grabar sus conversaciones telefónicas con diversas personas que mucho tenían que decir. Entre ellas, por ejemplo, una conversación con una coordinadora de la misma Correduría de Seguros Rotonda, donde reconocía que no era requisito pedir documentación al cliente al hacer un seguro en que fuera empleado, reconocía que cualquier empleado de Rotonda podía formalizar un seguro y que apareciese como realizado por cualquier otro empleado de la misma empresa, y, por último, reconocía también que hasta Gustavo nos había ordenado en ocasiones hacer seguros como empleados a amigos del director incluso. Es cierto, había órdenes por parte de superiores para que, antes de perder a un cliente que dudaba del precio, le aplicáramos la característica de empleado con tal de llegar a los objetivos que nos marcaban. Pero ¿cómo era posible que utilizaran una orden impuesta por ellos mismos como motivo de una falta muy grave? ¿No se podía aplicar esa falta muy grave también a nuestro jefe Gustavo cuando nos ordenaba que pusiéramos como empleado al amigo del director que quería hacerse un seguro?

Y entonces me enseñó Fernando una grabación que fue la que terminó de explicar toda la trama que se había montado contra nosotros. En dicha grabación, una jefa de Recursos Humanos, amiga de él desde su etapa anterior de jefe, le decía que la empresa no debería atreverse a despedirlo después del trabajo de «mega-actor» que él les había hecho. No entendía exactamente esta frase, aunque parecía bastante evidente, pero en seguida Fernando me lo explicó: un año atrás, el jefe regional de Recursos Humanos, Ricardo Gañán, no le había concedido esa salida como jefe y un puesto en finanzas y seguros en un centro cercano a su domicilio de forma gratuita, sino que Fernando tenía que corresponderle a la empresa de alguna manera, y ésta no era otra que, aprovechando la cercanía de las elecciones sindicales, infiltrarse en CCOO y obtener información de primera mano con el fin de desmontar su candidatura y que así venciera cómodamente FÉTIDO en las urnas. ç

Por entonces, tanto a él como a otras personas, se les pedía colaboración para que dieran nombres de empleados que irían en las listas de CCOO, con el objetivo luego de coaccionarlas y que renunciaran a dicha candidatura. Recordemos que a punto estuvo de ocurrir: más de la mitad de la lista renunció entre lágrimas por miedo a ser represaliados, pero sólo unos pocos que se mantuvieron firmes siguieron adelante y ganaron unas elecciones tan ensuciadas como tristes. No podía creer lo que me estaba contando Fernando, por más que lo estaba escuchando yo mismo en boca de jefes en aquella grabación. Me sentía trasladado en el tiempo a escenarios más propios de Franco, Hitler o, incluso, Al Capone, cuando la intolerancia y la fuerza se encontraban por encima de la justicia y la razón.

Hasta ahora Fernando había preferido mantenerlo oculto, pero no estaba dispuesto a seguir así. Durante todo aquel tiempo, me contó, él no colaboró y se limitó a dar evasivas como respuestas. Pero eso nunca se lo perdonaron, más tarde le obligaron a volverse a FÉTIDO y entonces se acercaba el momento en que lo iban a decapitar, aunque ni Rotonda ni FÉTIDO contaban con que en esos momentos Fernando estaba dispuesto a tirar de la manta y contar ante todos aquel secreto a voces que afectaba a altos mandos de Rotonda y de FÉTIDO. Ahora podía entenderse mejor el trasfondo antisindical del despido que se nos avecinaba: no sólo golpeaban a CCOO, sino que, al modo más gansteril, cortaban la cabeza de Fernando, a quien ellos consideraban un traidor por no colaborar con la empresa que había atendido sus peticiones de renuncia de jefe y destino cercano a su familia. Sin embargo, ¿qué pintaba yo en aquella historia? Me sentía (y aún me siento) alguien que circunstancialmente pasaba por ahí, alguien que, como suele decirse, estaba en el sitio equivocado y en el momento equivocado, alguien que servía de tapadera a la empresa para disimular sus verdaderas intenciones, en fin, un cabeza de turco.

En otra grabación, Antón Lama (el jefe que me había puesto la carta de suspensión de empleo encima de la mesa) le reconocía ser conocedor de toda aquella guerra sucia pasada en aquel centro, y que de todo aquello era totalmente consciente en esos momentos su jefe, Ricardo Gañán. Aparte, hablando de mí, dijo en tono peyorativo, que yo había sido un «miembro activo de Comisiones», cuando tan sólo había sido un afiliado más, como le recordó Fernando.

La conversación con delegados de FÉTIDO fue de lo más surrealista. En ella, podía escucharse como intentaban poner a Fernando en contra de Consuelo Ruiz. Decía la delegada que alguien había escuchado a Consuelo dar gritos de alegría al enterarse que a su compañero Fernando estaban a punto de despedirlo (huelga decir la falsedad de tal hecho). También le pedía que nombrara a compañeros, que manchara a otras personas con tal de salvarse él mismo. Y al final, daba nombres de altos cargos de FÉTIDO que estaban al tanto de la operación anti-CCOO en las pasadas elecciones.

Y llegó el viernes. No hubo sorpresas porque ya por la mañana se había filtrado a través de FÉTIDO (esto ya no extrañaba) que nos iban a prorrogar la situación de suspensión de empleo. Eso significa que no lo tienen claro, nos decían. Aún así había que presentar las alegaciones. Mi delegado había presentado las mías (preparadas por el abogado de CCOO que iba a llevar nuestro caso), y llegaba el momento de Fernando. FÉTIDO presentaba sus alegaciones, pero ese momento lo aprovechó él para dejar clara su postura, desvinculándose definitivamente  de FÉTIDO y confiando en CCOO:

– Yo vengo hoy como el perro al que le sueltan las cadenas después de ocho años, al perro ese al que habéis estado ahí apaleando, pegando patadas, bocados, y con todo el tipo de humillaciones del mundo y le sueltan las cadenas. Así vengo yo, vengo riendo, vengo contento, vengo feliz, por primera vez en mi vida, después de ocho años.

Lo dijo sin inmutarse, ante el asombro de todos (gente de FÉTIDO, CCOO y Antón Lama, que hasta le temblaba el pulso). En un gesto de rabia, ambos nos pusimos una pegatina de CCOO en el pecho y nos sentamos a escuchar la decisión que ya la empresa tenía tomada: nos prorrogaban la situación hasta cinco días más tarde.
Durante todos esos días y los meses que siguieron (aún hoy) no debo olvidar la figura de Rafa Domínguez. Como secretario del sindicato de Comercio de CCOO, el nuestro podría parecerle un caso más, una rutina insulsa, pero en su lugar se volcó con nosotros y nos apoyó en todo momento, preparando acciones y movilizando a gente del sindicato. Se trataba de alguien que ya muchos años atrás había pasado por la misma situación que nosotros, nos tendió la mano y se portó con nosotros como un señor, un buen hombre que no pretendía más que se hiciese justicia y cesasen los atropellos que Rotonda estaba cometiendo constantemente.

Cinco días más tarde, de nuevo me encontraba delante de Antón, que nos leía la decisión de la empresa: volvían a prorrogarnos ahora dos semanas más mientras terminaban de investigar los hechos. Se me escapó la risa de incredulidad en aquel momento. Era el esperpento más grotesco del que había sido testigo. En un país democrático y constitucional como el que me encuentro, estaba convencido que existía la presunción de inocencia, y que a uno lo sancionaban después de haber demostrado e investigado unos hechos graves. Sin embargo, no era así en Rotonda, porque con Fernando y conmigo estaban actuando al contrario: nos sancionaban primero para investigar después. ¿Dónde estaba allí la justicia por más Constitución y Estatuto de los Trabajadores que hubiera?

Ya para la siguiente cita, desde CCOO se estaba preparando una concentración. Sería inédito: la primera concentración de la historia a las puertas de Rotonda Tres Cuñadas, y encima denunciando prácticas antisindicales. Respecto a la actuación de CCOO, hay que decir que fue más firme cuanto más cercanas eran las personas, es decir, que mientras responsables provinciales se dejaron la piel por nosotros, los que lo hacían desde Madrid estaban más preocupados por apagar el fuego y que no trascendiera. Tuvimos la visita de dos delegadas del comité intercentros, le contamos lo sucedido y se llevaron las manos a la cabeza, diciéndonos que estaban dispuestas a mover Roma con Santiago con tal de pararles los pies a los jefes de Rotonda antes de despedirnos. Nos prometieron estar con nosotros en primera línea de la concentración si no lo conseguían.

¿Qué ocurrió entonces? Lo más que consiguieron fue una oferta que pretendían que aceptáramos y que les parecía lo más correcto: si anulábamos la concentración, el jefe de Recursos Humanos vendría desde Madrid a hablar con nosotros. Por supuesto dijimos que no. Era una trampa evidente. No teníamos inconveniente con hablar con quien quisiera venir, pero ello era independiente de que expresáramos nuestra protesta a las puertas de quien ejercía la injusticia contra nosotros. Finalmente, no vinieron las delegadas desde Madrid a apoyarnos en aquella concentración. Gustaron mucho las camisetas que Fernando y yo portábamos aquel día y que habíamos diseñado para la ocasión: por delante se leía «HOY YO» y por atrás «MAÑANA TÚ». No se podía decir más en cuatro palabras. A pesar de todo, la concentración fue un éxito, sin incidentes a pesar de la numerosa presencia policial. Días antes el director de Rotonda Tres Cuñadas llamó al jefe de policía de esta localidad avisándole que en la concentración, gente de CCOO tenía previsto partir cristales y tirar estanterías abajo. Lo que había que aguantar, era lamentable.

Durante aquellos días otro infortunio hizo que a Fernando le inculparan más hechos: una señora puso allí una reclamación por un seguro no solicitado por ella donde aparecía una firma que no era la suya, decía. La empresa le contestó acusando a Fernando, y le pidió que lo denunciara. Sin embargo, la señora, que precisamente conocía a Fernando, dijo que no iba contra éste, sino contra Rotonda, que había sido quien le había emitido al fin y al cabo un seguro contra su voluntad. Mientras tanto, aquello venía como anillo al dedo para que Rotonda lo utilizara contra Fernando.

Llegó el fatídico día. Todo el mundo esperaba la comunicación de dos despidos, aunque yo en mi caso debo confesar que guardaba todavía algunas esperanzas en que al final rectificasen e incluso me pidiesen perdón por el error que estaban cometiendo. Qué ingenuo. Pasé yo primero al despacho. Antón Lama me leyó cuatro aburridos folios llenos de falsedades para acabar comunicándome lo que ya estaba decidido de antemano desde mucho tiempo atrás: el despido disciplinario. Era enorme la rabia que estaba acumulando, la sed de justicia. Salí y me crucé con Fernando, nos abrazamos y le dije lo que me habían comunicado. A él le sancionaron de  igual forma.

Esa noche, al acostarme, lloré a lágrima tendida. Era la primera vez que lo hacía desde aquel fatídico martes y trece. Era la primera vez que de verdad tenía conciencia de lo sucedido, y toda la impotencia y rabia que se me habían ido acumulando, brotaron aquella noche a borbotones. Me dije a mí mismo que aquello no iba a quedar de tal manera y que mi venganza sería simplemente demostrar mi inocencia y que todo el mundo supiera la magnitud de la crueldad que Rotonda acababa de cometer. Todo eso me impulsaba con más motivo para proseguir con el blog que por entonces creamos para expresar nuestra indignación. Fue un medio de expresión muy acertado que comenzamos Fernando y yo, con un estilo entre la información y el humor más sarcástico, y que, por cierto, a día de hoy aún continúa con numerosas visitas y con nuevas noticias que ya únicamente yo voy insertando. Tiempo más tarde, Fernando dejó de colaborar por motivos que no vienen al caso.

Tras ello vinieron otras dos concentraciones convocadas por CCOO. Era curioso que cada vez que se acercaba una concentración, nuestros mensajeros nos hacían llegar ofertas a cambio de desconvocarla. Sin embargo, nuestra respuesta fue siempre la misma: tal como se indicaba en nuestra demanda ante el juzgado de lo social, pedíamos el despido nulo, la indemnización por daños morales y la reincorporación a nuestro puesto de trabajo. Yo, por mi parte, no me apetecía por supuesto volver a entrar por aquella puerta a trabajar para ellos con todo lo sufrido, pero, dada la injusticia (y no olvidemos que me encontraba en la cola del paro) era lo menos que podía pedir. La última oferta que nos llegó fue el reconocimiento del despido improcedente. Era un gran paso: con el improcedente, la empresa reconocía expresamente lo injustificado del despido, pero nosotros, en aquel momento, queríamos ir más allá, a la raíz del conflicto antisindical del que habíamos sido víctimas, y el único acuerdo podría llegar mediante un despido nulo, lo cual nunca reconocieron.

Mi relación con mis antiguas compañeras en Rotonda Tres Cuñadas continuaba con más o menos frecuencia, especialmente con Consuelo Ruiz, pero fue Consuelo Narváez quien, un día, me contó que había llegado un comunicado a todas las tiendas por el que, a partir de entonces, se exigía la obligatoriedad de que el cliente que manifestase ser empleado de Rotonda o familiar de éste tendría que presentar la nómina o algún documento que lo acreditase. Además, se avisaba que quien difundiera aquel comunicado interno tendría que atenerse a las consecuencias. Si aplicaban a partir de entonces esa obligatoriedad, ¿qué pasaba con nosotros? ¿por qué nos despedían entonces? ¿había hecho falta despedirnos para que alguien cambiara las normas?

Mientras tanto, el tiempo pasaba y el juicio se acercaba. Estaba causando gran expectación porque se iban a poner varias cuestiones encima de la mesa: cesión ilegal de trabajadores, conducta antisindical y, en definitiva, un despido sin fundamento. Por mi parte, faltaba poco para aquel día y, como si un rayo de esperanza surgiese en mi vida, había encontrado un empleo que aún a día de hoy conservo, un empleo digno por el que me respetan por encima de todo y por el cual me siento orgulloso y feliz. Aquello me hizo abrir los ojos: de acuerdo, yo pedía un despido nulo, pero por supuesto no estaba dispuesto a volver a la empresa lo dijera quien fuese. Lo que yo quería era, simplemente, ganar el juicio y tener en mis manos una sentencia para poder mostrar al mundo, que reconociera mi honradez y que se habían equivocado conmigo, que me habían despedido en medio de un trasfondo que no tenía otro objetivo que torpedear la labor sindical de CCOO en Tres Cuñadas.

Lo primero que me sorprendió al llegar a los pasillos del juzgado el día del juicio fueron los testigos que se prestaban a declarar por parte de Rotonda. Aparte de Antón Lama, Lola Ostos y Ricardo Gañán, que eran previsibles, también estaban allí Gustavo Sanz (mi antiguo jefe que habría pedido un día de asuntos propios en su nuevo trabajo para poder declarar en contra mía) y, el más sorprendente, estaba allí Álvaro Ríos, el antiguo coordinador de Tres Cuñadas que salía de aquí al llegar yo para irse como jefe a Castaña. Era denigrante, una persona que no me conocía (nunca llegué a coincidir con él) venía a declarar contra mí en un juicio donde se jugaba uno el pan de su casa. Del tiempo que estuve en Tres Cuñadas, nunca fui ajeno a la sombra de Álvaro, que dejó de herencia un mal ambiente con sus compañeros que contrastaba con una dedicación plena y a veces gratuita por su parte hacia Rotonda. Parecía que ahora él, para complacer a sus propios jefes, venía con algún guión bajo el brazo que alguien le habría escrito contra mí. Posteriormente no tuvieron que declarar Gustavo ni Álvaro, pues al juez le pareció innecesario.

Antes de empezar el juicio nos encontramos con una primera decisión del juez: éste declaraba que sobre las imputaciones de Fernando debía pronunciarse un juez de lo penal, así que paralizaba el proceso y dejaba un plazo de ocho días y la puerta abierta para que Rotonda lo denunciase. En cuanto a mí, el juicio seguía adelante.

Con la primera decisión que encontré, me pareció que aquello ya estaba ganado. Al empezar su defensa, la abogada de Rotonda me ofreció el despido improcedente sin salarios de tramitación. Tenía unos segundos para responder y entonces pensé: si ellos me ofrecían el despido improcedente delante del juez quería decir que al menos este improcedente lo tenía en la mano, sería lo mínimo que podría dictar el juez utilizando la lógica (poco después descubriría que las palabras justicia y lógica no siempre van de la mano). ¿Podrían compensar menos de dos mil euros y salir por la puerta de atrás del juzgado todo el daño e injusticia que me habían causado? Respondí que no aceptaba la oferta: deseaba a toda costa una condena contra Rotonda y prefería que fuera el juez quien me confirmara la improcedencia o nulidad del despido, aunque yo, ciertamente, no tuviera pretensiones de reincorporarme a Rotonda si el juez lo dictaba (ya estaba empezando en mi nuevo empleo). Así que el juicio podía comenzar.

Tuve la sensación durante el juicio que aquello estaba claramente ganado. Apareció un informe interno de Tres Cuñadas donde se mencionaba que uno de los puntos negativos del centro fuese la existencia de un comité de empresa formado por CCOO (hasta dolía la vista leerlo por más espeluznante que pareciese). Toda la sala escuchó la voz de Antón Lama (que éste negó como propia) en una grabación reconociendo que Ricardo Gañán era totalmente consciente de que a Fernando se le pidió que se infiltrara en CCOO durante las elecciones sindicales. Por su parte, Lola reconoció que las claves de usuario de empleados de seguros en Rotonda eran públicas, y que cualquiera, incluso desde la otra punta del país, podía hacer un seguro e imputárselo a otro compañero.

Con respecto a Lola, ya me sentía defraudado desde mucho tiempo atrás, cuando descubrí su hipocresía y cómo se trataba de una persona con doble cara, pero en el juicio fue lamentable verla mentir descaradamente mientras declaraba a un metro de distancia mía. Declaró que yo le había dicho, respecto a los seguros por los que nos juzgaban, que yo mismo reconocía «haber metido la pata». No fue la única mentira: también declaró que ella no sabía que yo estuviera afiliado a CCOO. Me tuve que morder la lengua mientras recordaba cuando ella, más de un año atrás, me decía que hacía bien afiliándome a CCOO porque FÉTIDO era «una mierda».

Con la no admisión por parte del juez de una serie de pruebas presentadas por mi abogado en las que estaba convencido que se demostraba mi inocencia, acabó aquel juicio después de más de tres horas.

Salí de allí con la sensación de un estudiante que borda un examen y piensa que por muy severo que fuera el profesor, el examen tenía que estar aprobado como mínimo. Para mí, el juicio no podía perderse. Le habíamos dado al juez un ramillete de argumentos en los que elegir cualquiera de ellos para declarar la grave equivocación de mi despido: podía considerar la orden de los jefes de hacer lo posible para que no se nos escapara un cliente, aunque para ello hubiera que ponerlo como empleado (como se hacía en toda España); podía considerar que no teníamos obligación de exigir documentación al cliente (Rotonda no había demostrado en el juicio la existencia de esa obligación); podía considerar que quizás el cliente me había manifestado su condición de empleado, de lo cual yo no debía dudar, tal como me habían enseñado; podía considerar que las claves de usuario eran públicas y ni siquiera tenían contraseñas, y que cualquiera podía suplantarme; podía considerar que, con un contrato de cajero de hipermercado, no podían exigirme responsabilidades por confección de solicitudes de seguros; y, si el atrevimiento del juez iba más lejos, podía considerar que toda aquella trama del despido era una maniobra que escondía una venganza de Rotonda hacia CCOO y hacia mi compañero Fernando, encontrándome yo en medio.

Podía el juez haber considerado cualquiera de esos argumentos para darme la razón. Al fin y al cabo, pensaba yo, la justicia siempre se impone. ¡Cuánto me equivoqué! En menos de veinticuatro horas (lo que hacía suponer que el juez no había leído la montaña de pruebas presentadas), ya había dictada una sentencia (¿alguien habló alguna vez del retraso en la justicia?). Contra todo pronóstico, el juez declaraba como procedente el despido. Entre otras perlas, decía que algunos de los argumentos de mi defensa hacían suponer que era factible por ejemplo que, siendo las claves de usuario públicas (esto lo declaraba como hecho probado), cualquiera pudo hacerlo, pero que le resultaba inverosímil. Fue un jarro de agua fría que nunca olvidaré, una bofetada en toda regla, la sensación de que al final el pez gordo se comía al pequeño y que la justicia, si se ponía una venda en los ojos, tan sólo era para no sufrir siendo testigo de toda aquella injusticia. Me acuerdo de la reacción de Rafa Domínguez, secretario de comercio de CCOO y que tanto me había apoyado: «Esto huele a que ha habido manteca por debajo de la mesa».

Ya sólo me quedaba volver a casa, seguir haciendo mi vida. De cualquier manera, tenía un empleo en el cual me sentía (y siento) realizado, y aquí es donde me tenía que centrar. Mi desánimo y mis brazos bajados me duraron un par de días, los suficientes para pensar: vale, yo seguiré haciendo mi vida, pero esto no se quedará aquí, llegaré hasta donde haga falta hasta que alguien en sentencia firme me dé la razón. Evidentemente se presentó el recurso, a sabiendas de que esto ya sería lento y podía tardar un año, tiempo en el que aún me encuentro.

Así que seguí dedicándome a lo mío. Pasaban los días y todo me iba bien, aunque la espinita, por supuesto, la sentía clavada dentro de mí. Lo peor de haber sufrido la injusticia es tener la sensación de que uno se habitúa a ella y no la puede evitar. Había sufrido dos veces una situación injusta: el despido y la sentencia perdida, pero nunca sospeché que aún me esperaba una tercera y aún más dolorosa. Meses más tarde, recibí una carta de un juzgado de Tres Cuñadas citándome a declarar como imputado por unos presuntos delitos de falsedad y estafa. A ello acompañaba una denuncia (no era contra mí) de una señora que reclamaba acerca de un seguro que le habían dado de alta y cobrado» ¡dos meses más tarde que a mí me hubieran despedido! Además entre los denunciantes aparecía Rotonda, de nuevo enseñando las garras y empeñado en no dejarme descansar. No les bastaba con haberme hundido y humillado, ¿qué más querían?

Mis sentimientos de impotencia se disparaban por las nubes, a veces incluso atacaban mi propia autoestima. Ya no se trataba de discernir sobre si un despido era procedente o no. Ahora estábamos hablando de juicios, de antecedentes penales, de cárcel. Y todo por haber hecho mi trabajo lo mejor posible y siempre con honradez.

Al tratar con mi abogado, me lo explicó muy claramente: había tres denuncias (ninguna contra mí) que la jueza había unificado en una sola causa. Entre ellas, la de Rotonda contra Fernando. ¿Y por qué estaba yo allí? La investigación había relacionado la última denuncia con los despidos de meses atrás, a pesar de que éstos fueron anteriores a los hechos que la última señora denunciaba. Desde luego, de encontrarse entre nosotros, Kafka hubiera encontrado un excelente material. Su obra El proceso se hubiera quedado corta para lo que me estaba sucediendo. Me sentía la reencarnación de Josef K. cuando éste intenta sin éxito saber de qué se le acusa y la justicia no es más que una pesadilla que nunca le tiende la mano.

Llegó el día de la declaración. El abogado de Rotonda tuvo la oportunidad de ampliar la querella contra mí, pero dijo que no era su intención. Le dije a la jueza que no tenía ninguna relación con las denuncias que allí se presentaban, que era totalmente inocente. Tampoco me enseñó ninguna prueba o documento contra mí. A pesar de eso, unos días más tarde, me notificó la apertura de juicio oral contra Fernando y contra mí. Parecía muy claro que la decisión estaba tomada de antemano y que aquella declaración no era más que un simple trámite para que yo siguiera como imputado a pesar de que nadie me hubiera denunciado.

Y en esta situación me encuentro actualmente, con la sensación de que ya cualquier imprevisto puede ocurrir. ¿Qué otro pensamiento puedo tener? Después de todo lo sucedido y que he ido narrando en estas páginas, mi desconfianza por la justicia me hace tener esta visión. Me encuentro esperando la resolución de dos recursos: uno laboral por el despido, otro penal por la imputación. Siempre queda, por supuesto, la parte positiva de esta pesadilla: por momentos pienso que todo esto, por muy doloroso que haya sido, me ha servido para salir de Rotonda y encontrar un nuevo empleo en el que me siento muy satisfecho y útil a la sociedad, y por el que por primera vez han valorado la formación que durante muchos años realicé. Seguramente, de no haber sido despedido, me habría quedado estancado en aquella empresa, viendo cómo pasaban los años sin aprovecharlos de lleno, sin sentirme realizado, así que puedo decir que quizás este tormento, a pesar de todo, ha sido lo mejor que me podía haber ocurrido y que casi hasta me han hecho un gran favor por abrirme los ojos.

Las ganas de pasar página me invaden, por más que tengo muy claro que lo que he sufrido ni lo olvido ni lo perdono, y si no lo hago es por mí y también por las personas más queridas que tengo y que han compartido mis lágrimas sin merecerlo. Después de todo, podría apoderarme el pensamiento de que ya no queda nada por hacer, pero justo es al contrario: creo que nada está perdido, y algo en mi interior me dice que en el último momento, la última palabra de la justicia será para darme la razón, declararme inocente y reconocerme la honradez que siempre me ha acompañado en la vida y en el trabajo. Sin embargo, a veces, tiemblo recordando aquella sabia frase de Quevedo que muchos años atrás leí y que no deja de asomarse en mi vida: Donde hay poca justicia, es un peligro tener la razón.


(NOTA: los hechos, diálogos y situaciones han ocurrido realmente y no han faltado ni un ápice a la verdad; sin embargo, por motivos de seguridad, han sido modificados nombres de personas, empresas y organizaciones)

Jaime Fuentes. Relato recibido en octubre de 2008.

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