Explotación corporal y resistencia

José Luis Moreno Pestaña, colaborador de ABP


Autor: José Luis Moreno Pestaña, publicado en su blog: Hexis. filosofía y sociología. 12/03/2013

En un libro otrora aclamado, pero que parece haber envejecido rápido (en sociología vamos a clásicos cada año: luego duran otro más en su relumbre), Richard Sennett (La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona, Anagrama, 1998, p. 30) defendía la tesis de que la volatilidad de las biografías laborales y los cambios continuos en la organización del trabajo, impedían a los individuos forjar un carácter. ¿Qué se entiende por carácter? Procurarse una identidad a largo plazo, capaz de dejar un rastro, de imponer resistencias a como vienen dadas las cosas, de singularizar al sujeto . Las organizaciones previsibles, típicas del fordismo, permitían al individuo prever, más o menos, los acontecimientos futuros y construirse una personalidad propia (p. 45).

La atención a la demanda, decía Sennett, diferenciaba al toyotismo del fordismo: las empresas viven siempre atentas a las fluctuaciones. El servicio que ofrecen y aquellos que lo prestan –esto es, los trabajadores- quedan condicionados a los movimientos de los consumidores. ¿Cómo afrontar semejante desafío? Deshaciéndose de cualquier identidad fuerte y persiguiendo la adquisición continua de competencias. Vivir es asumir riesgos laborales, pero también personales: la existencia debe ser deportiva, siempre batiendo nuevas marcas y nuevos retos, con los cuales nos rejuvenecemos (p. 84). La juventud permanente era condición de la existencia laboral de muchos trabajadores.
Después de invocar a los dioses, purificar el lugar con el sacrificio de un cerdo, y de que un heraldo recitase una plegaria y maldijese a aquellos que engañasen al pueblo con su verborrea, un heraldo proclamaba en la primeras asambleas griegas: “¿Quién entre los mayores de 50 años toma la palabra?”. Sólo después hablarían los demás. Es verdad que la cosa tenía mérito porque a tal edad llegaban pocos y que la cláusula desapareció más tarde y solo se diría ya “¿Quién toma la palabra”?. Son vestigios de una sociedad donde la vejez fue criterio de cualificación. Los jóvenes, apuntaba Aristóteles, están demasiado consumidos con su cuerpo y su apariencia, para ser fiables en política. La preocupación por el cuerpo, además, fue para muchos símbolo de futilidad. Platón, que había sido uno de ellos, criticaba a los atletas y los consideraba inútiles para la vida pública, ya que se pasaban el día entretenidos con dietas raras o derrengados por el esfuerzo. A la juventud le faltaba carácter y por eso no se le permitía participar en muchas instituciones antes de los 30 años.
La tesis de Sennett puede reformularse, al menos, en lo que concierne a los trabajos que exigen un fuerte capital corporal. No creo que no se forje un carácter sino otro tipo de carácter -que llamemos a eso carácter o no es otro debate, también interesante. Primero vayamos con la inseguridad de las sanciones. Los ambientes cortesanos exigían individuos con reservas mentales, atentos a los cambios de humor y parecer del monarca y, por ello, incapaces de forjar solidaridad horizontal alguna. El mundo de la empresa posfordista, como Sennett (pp. 88-89) mismo indica, al carecer de organigramas estables, es un mundo de continuos desplazamiento en las funciones. A veces, muchas veces, tales desplazamientos son laterales, es decir, no implican ascenso alguno, sino simple ocupación de un lugar nuevo, con nulas recompensas materiales pero con ciertas gratificaciones simbólicas. El economicismo en sociología y en política ignora el poder de las gratificaciones simbólicas y por eso, con salarios bajos, se imagina perspectivas de rebelión cuando lo que hay es consentimiento. Una persona puede pasar de una sección de una tienda de ropa a otra sección, y esa sección ser más exclusiva. Su sueldo no varía, pero allí conocerá gente más guapa y compradora, a veces de clase social más alta y siempre más joven. Lo mismo sucede con una camarera: entre un bar donde atiendes a cazalleros y funcionarios que toman un café y un pub en el meollo de la noche, puede haber escasas diferencias salariales, incluso puede trabajarse menos y cobrarse más en el primero. Pero las clientelas son distintas: las segundas proporcionan más estímulos, ayudan a conectarse con más gente, proponen otras oportunidades.
Tales gratificaciones –cambiar de una sección a otra, aterrizar en la barra de un garito en boga- proceden de que la persona se mantenga más joven, lo que hoy significa más delgada y de que le consagre a ello una proporción creciente de tiempo de vida. Se forja todo un carácter que convierte la jornada en la quema continua de calorías y en la regulación de las ingestas. Con el cuerpo como valor central, cada situación debe convertirse en una oportunidad de mercado, en un incentivo para la acumulación de lo que la jerga neoliberal (interiorada por la academia) llama capital humano.
Un carácter tan marcado, y eso no lo ve bien Sennett, que exige la compañía de otros con ritmos similares: personas que coman, hagan el amor y regulen su tiempo libre intentando no engordar. Antes imaginábamos que sucedía sólo en las clases altas: es mentira hace al menos treinta años desde los 90, que es habitual en las clases medias bajas y las clases populares. Precisamente gracias a transformaciones del mercado de trabajo, que han convertido la excelencia estética en un componente de la muy conocida cultura antiescolar de los obreros. Una chica al dejar un currículo en una tienda oyó a quienes lo recibían reírse: “Mira esta, tanto master y viene a pedirnos trabajo que no le vamos a dar” (por lo gruesa que estaba).
Dado que el capital corporal no se reconoce -¿aún?- en los convenios colectivos, esa acumulación de recursos “técnicos” –pues la juventud y la delgadez funcionan como requisitos, de hecho, de la cualificación de lo que Marx llamaba capital variable- recibirá sanciones implícitas, nunca codificadas y previsibles. Aunque en las tiendas de moda pueda decirse “a la gorda que la echen” o en los bares afirmarse “te contrato porque estás buena”, nadie puede presentar una demanda porque no le reconocen su porte: eso queda al albur del superior. La socióloga Catherine Hakim defiende que debemos regular los premios a la belleza en el trabajo y que discriminamos a las mujeres guapas. Puede que todo llegue, pero aún no somos tan modernos. Ese carácter, como todo aquel que persigue evaluaciones imprevisibles, solo puede ser ansioso y competitivo porque las reglas existen pero se dicen a media voz.
¿Cómo se rompe la dinámica? Por el agotamiento, porque el cuerpo no puede más y porque las condiciones sociales –también biológicas- del palmito joven y delgado no son universalizables más allá de un reducido grupo de profesionales del asunto. Que, como diría Platón, sólo pueden vivir para eso y deben pagar la acumulación (por seguir con el vocabulario neoliberal: de hecho describe bien a los agentes, más allá, por ejemplo, de su conciencia política) de capital corporal con la desinversión en otras áreas –o en la inversión en existencia sin inversión, que es otra condición de la salud mental.
En ese momento, encantamiento de la belleza y el puesto quiebra, las personas hacen cuentas y se dan cuenta de que no son estrellas de cine sino trabajadoras sobreexigidas. Aparece la oportunidad de cuestionar el conjunto del proceso y se abre el menú de la resistencia: irse o contestar -porque quedarse en tales condiciones, se sabe ya, arruina el cuerpo y la cabeza. Contestar requiere un cambio de hábitos, forjarse otra identidad como trabajadora y un nuevo carácter, más allá de la juventud y la belleza. ¿Cómo? Psicológicamente resulta muy difícil porque ser tan estilosa ha requerido tiempo y esfuerzo y supone declararlo mal empleado. En cualquier caso, la propia historia de las profesiones puede ayudar. Se puede recurrir a ellas para despojar el empleo de sus exigencias corporales (al menos de las excesivas), luchando porque se reconozca que para vender ropa o poner chupitos la apariencia es una imposición extravagante y futil. Una buena vendedora o una buena camarera no requiere ser siempre joven o bella: en el primer caso, basta con ser amable y saber, como ocurre en la alta costura, qué le sienta bien a la persona; en el segundo, la simpatía o el don de gentes bastan y sobran para atender a la clientela. Son recursos extraídos de los propios entornos laborales, que se oponen a las normas dominantes en ese momento. Aportan recursos a las rebeliones posibles, a las que resultan accesibles a la mayoría de las personas. Creo que la conciencia sindical y política debe concentrar allí su atención.
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